viernes, 11 de abril de 2008

Relato sobre unos supuestos enamorados

burren modo "antaño"
Sé que alguno de vosotros ya lo ha leído pero siento la necesidad de dejar esto aquí:

“Ya no tengo a la Luna
mas la veo noche y día
con toda su hermosura
en clímax de esplendor.
Si pudiese subir junto a ella,
junto su gozosa compañía,
en las noches estrelladas
sentiría mi alegría.
Ella me mira a oscuras,
yo miro de mi balcón
la alegre melodía
que ilumina al mismo Sol.
Dejó el cielo a medianoche
y un susurro me confesó
que la estrella que buscaba
estaba en mi corazón.”

John dejó la libreta a un lado del escritorio después de reaccionar al sonido de unos pasos provenientes del exterior. Se levantó de la silla y miró por la ventana. Un hombre, a pie, iba por el camino con un gran bolso negro de cuero. El sol le deslumbró. Entrecerró los párpados durante dos segundos, puso la mano izquierda entre el cristal de la ventana y su cara, y con la derecha corrió las cortinas lentamente. Después pensó en leer una frase colocada en la lámpara que tenía allí desde hacía tiempo, pero no lo hizo. Se la sabía de memoria. Se sentó en la silla y la recordó mientras se acomodaba la libreta y la pluma en sus manos:

“¿Por qué no me dices nada ya, dónde te has metido?”

“Si fueras estatua de cera
quemaría las curvas de tu cuerpo
para que en mis manos te derritieras
y formaras parte de mis deseos…”

Dejó de escribir, cogió un sobre cerrado del segundo cajón de su mesa, se levantó y mientras caminaba hacia la entrada de la casa llamaron a la puerta.
-¿Sí?- preguntó mientras abría la puerta.

Enfrente de sí, un hombre vestido con un traje azul y un bombín del mismo color se alzaba con su figura pequeña y endeble en comparación a John, y sin mirarle a los ojos le respondió:

- Soy el Funcionario de Orden Público 131. Le traigo una carta de Monsieur Lebeau.
- ¿Monsieur Lebeau? - John se quedó con los ojos más abiertos de lo
normal.
- Sí, eso he dicho señor. Monsieur Lebeau.
- ¿Y qué quiere? – preguntó.
- Ah, eso no lo sé yo señor. Yo sólo llevo recados de un lugar a otro, de una persona a otra, de una mano a…
- Está bien - interrumpió. El FOP 131 seguía de pie, frente a él, mirándole fijamente - ¿He de darle propina?
- Eso es cosa suya, señor – dijo con una media sonrisa.
- Tenga, tenga - sacándose unas pequeñas monedas, las depositó en la mano del recadero.
- Muchas gracias. Adiós señor- y se fue anotando la entrega en una pequeña libreta. John se le quedó mirando desde la puerta.
- ¡Señor, la carta, se me olvida la carta!- le gritó mientras agitaba de un lado a otro la carta que quería entregar.
- Lo siento señor, tengo órdenes de no recoger ningún documento de usted hasta dentro de dos días - y dicho esto, puso sus pasos sobre el camino de tierra. John se quedó extrañado. Mientras el funcionario se alejaba, Hans, el criado, se acercaba con la compra hecha montado en el burro. Hans alzó el brazo:
-¿Qué hay señor?- dijo campechanamente- ¿Quién era ese hombre?
- Nada, Hans, asuntos burocráticos – hizo una pequeña pausa – Deja la compra en la cocina, da de comer a la cabra, que no se me enfade y ábrele la jaula a la paloma, que se dé una vuelta. Haz el favor, anda.
- Enterado, señor- y se puso a la faena.

Hans fue por la parte de atrás. John cerró la puerta suavemente y se fue a su estudio, donde guardó su carta en el segundo cajón y abrió la de Monsieur Lebeau, lacrada con un sello de la penitencia de Sacalmville:

“Estimado señor:
Me comunico con usted para hacerle saber que sus versos son bien recibidos en mis tierras, pero me veo en la obligación de decirle que ha de escribir sobre otro tema que no trate sobre el amor o sobre el desamor. Lleva más de ciento cincuenta poesías publicadas y todas ellas tienen la misma temática. Haga el favor de cambiar. De lo contrario, tomaré medidas al respecto.

Atentamente, Monsieur Lebeau. 26 de noviembre de 1859”



John se indignó, sobretodo porque Monsieur Lebeau no era ni su jefe ni ningún superior justificado. Simplemente era el Juez nº 22 de la prisión. Se sintió tan enojado que deseó la muerte inmediata del crítico. Cogió la pluma y se puso a trabajar:

“Un crítico me dijo el otro día:
‘Me gustan los versos de su poesía,
pero tienen un solo incoveniente:
Un tema solamente abarca tu mente.’
Le contesté con cierta ironía:
‘Si en este mundo decadente
sólo una princesa me ilumina
¿qué más quiere usted que diga?
Está bien, haré caso a su osadía.
Hablemos de la gente,
hablemos de la vida,
hablemos de la muerte.
Desde que camino sin compañía
la gente mira al suelo,
la gente ya no mira.
Sólo hablan de sandeces, de mentiras,
de política, de engaños y de riñas.
La gente ya no dice «Buenos días».
Observo que se ha marchitado su alegría.
Hablemos de la gente,
hablemos de la vida,
hablemos de la muerte.
Unos locos que forman huestes
roban paupérrimas riquezas,
destrozan miles de vida con vileza,
con el fin de engordar su cuenta
para vivir como inútiles altezas
mientras lejos mueren verdaderos reyes:
Los niños, los hombres y las mujeres.
Esto es hablar de la gente.
Esto es hablar de la vida.
Esto es hablar de la muerte.
Se me está acabando la saliva
¿quiere usted que siga?’
‘No, gracias, es suficiente.
Me dan ganas de llorar al escuchar
estas palabras salidas por azar’
‘Prefiero dedicar todos mis versos,
toda mi poesía, todo mi universo,
a ella, que aunque lejos, me escucha
durante las noches y los días.
Y aunque (ésta) sea una quimera donde viva,
alejado estaré de las zarpas de la osadía,
predicando de mi mundo su reflejo.
Ahora cruce usted aquel puente
que lleva al mundo verdadero.
Que no se le caiga encima
y se tope de repente con la muerte.”


John la firmó, la metió en un sobre, puso las señas correspondientes y la guardó en el segundo cajón, encima de la anterior. A los dos días llegó el FOP 131 y se llevó el encargo. John estuvo esperando alguna respuesta por parte de Monsier Lebeau. Llegó al día siguiente. Llamaron a la puerta. John fue a abrirla. Cuando llegó a la puerta, Hans ya estaba allí, hablando con tres mujeres vestidas igual que el FOP 131 (Funcionario de Orden Público), exceptuando el sombrero.

- Ponga una cafetera al fuego, Hans – dijo John. Hans obedeció inmediatamente.
- ¿Es usted el señor John Heath? – preguntó la mujer que estaba en medio de las tres.
- ¿Quién lo pregunta?
- Soy Jacqueline Cuaresma, jefe de la brigada 12 de las RCO. Hemos venido para hacerle un par de preguntas.
- ¿Sobre qué?
- Es acerca la desaparición de la señorita Mary Heath. ¿La recuerda usted? – John se quedó en silencio mirando un punto fijo. Alzando la vista muy lentamente dijo:
- Era mi esposa…
- Sí, lo sabemos. ¿Se encuentra bien?
- Sí, sí… ¿Quieren pasar? Hans está preparando café.

Las RCO dudaron un momento, pero accedieron a la invitación. La casa empezaba a cubrirse con la fragancia del café recién hecho. Se acomodaron en el comedor, donde cuatro sillas de caoba, una mesa del mismo material cubierto con un mantel verde oscuro cuyos bordes tocaban el suelo por los cuatro lados, una estantería con una veintena de libros bastante anticuados y velas encendidas por doquier lo adornaban. Se sentaron de manera que cada uno quedaba a un lado de la mesa. John enfrente de Jacqueline. Hans sirvió el café prometido. Jacqueline comenzó con el interrogatorio:

- ¿Desde cuándo vive usted aquí, señor Heath?
- Desde hace unos tres años, un poco menos. Mil doscientos veintiún días, para ser exactos – respondió John.
- Mil doscientos veintiún días… Interesante – pegó un sorbo a la taza. Sus dos compañeras la siguieron haciendo lo mismo – Muy bueno, sí, señor. Felicite a su criado por el café. Hacía mucho tiempo que no tomaba un café tan exquisito, y eso que yo siempre he bebido mucho café a lo largo de toda mi vida…– la RCO que estaba sentada a la izquierda de Hans, la 101, se encendió un cigarro puro mientras su jefa hablaba –… cuando me levantaba, café al estómago, cuando desayunaba, otro café, antes de comer, otro, después de comer, más… y así sucesivamente. Se puede usted hacer una idea.
-Sí, me la puedo hacer – dijo con una sonrisa en la cara. Dicho esto, tosió tres veces. La RCO 101 apartó el humo que desprendía su tabaco – No, no se preocupe. No me molesta, es que estoy un poco resfriado.
- Bueno, a lo que importa. ¿Desde cuándo vivía usted con su esposa? – preguntó Jacqueline Cuaresma.
- Nos casamos la semana anterior a su desaparición. Está todo en la declaración que hice cuando denuncié el hecho. ¿Quieren que se la traiga y la leen? ¡Hans!
- No, no es preciso, ya la hemos leído muchas veces. Puede estar tranquilo.
- Entonces, ¿por qué me hacen las mismas preguntas otra vez? – en ese momento llegó Hans a la mesa, se quedó muy quieto al lado de John.
- ¿Desea algo, señor?
- No, Hans, deseaba. Puedes marchar.
- Le interesará saber que la cabra ha desaparecido de su habitáculo y que la paloma no ha regresado desde su paseo de ayer, señor – dijo Hans.
- Estarán paseando, no te calientes la cabeza, Hans, y calienta más café, por favor.
- ¿Alguno en especial?
- No… bueno sí, ahora que lo dices. Señorita Cuaresma, ¿le gustaría probar un café afrutado de importación que me trajo un amigo de las Américas?
- Por supuesto – contestó ilusionada Jacqueline Cuaresma.
- Ya sabes Hans – Hans se fue a la cocina – Bueno, ¿por qué me hacen las mismas preguntas otra vez? No es muy agradable recordar todo aquello, sobre todo cuando todavía no se ha encontrado el cuerpo.
- Queremos comunicarle un hecho que puede dar un vuelco en el transcurso de la investigación. Mary se encuentra en una cárcel de máxima seguridad desde que desapareció – dijo muy rápidamente Jacqueline Cuaresma.
- ¿Qué?
- Ha estado prisionera por un asunto de terrorismo del que sabemos usted no está enterado. Al parecer su mujer trataba con un grupo clandestino extremista que pretendía hacer explotar el Parlamento Francés.
- ¿Qué? – John permanecía con la boca y los ojos muy abiertos. Una mezcla entre incredulidad, odio y esperanza infectaba todas las venas de su cuerpo. Su corazón empezó a golpearle fuertemente en el pecho.
- Resulta que el Juez de Orden Público 21 falleció hace tres semanas, por lo que el Juez nº 22, Monsieur Lebeau, ha tomado las riendas del caso y ha decidido concederle la posibilidad de que usted le haga una visita a su esposa. Eso sí, está un poco molesto por la última poesía que escribió. Es la del crítico, ¿verdad?

John no pudo escuchar más. El café que sostenía en sus manos se derramó sobre el suelo, seguido por su propio cuerpo. En su mente lo veía todo muy blanco, y comenzó a escuchar una voz lejana, que le sonaba un tanto familiar, sin embargo no podía recordar a quién pertenecía. Dijo algo así como:


“Estamos aquí para concederte
un deseo que ha estado en tu mente
desde siempre.
Nuestro único fin es que reposéis
los dos juntos, en el mismo ambiente.
Y si veis que no podéis…
no os preocupéis.
De que sea posible
nos encargaremos nosotros,
personalmente.”

No pudo escuchar nada más. Cuando recuperó el sentido se encontraba tirado en el suelo, la cabeza le daba vueltas y vueltas y sentía como si dos cojines estuvieran comprimiendo sus ideas muy fuertemente. Las tres RCO le miraban fijamente.

- Ya se ha despertado. 111, ves corriendo a por una toalla húmeda – dijo Jacqueline Cuaresma.
- ¿Qué…? ¿Qué ha pasado? – balbuceó entre dientes John.
- Que te has desmayado, querido. Pero ahora tranquilo, que estás en buenas manos – le contestó Jacqueline Cuaresma – ¡111, es para hoy!
- ¡Ya va, señora! – se escuchó desde el lavabo.

En ese momento, Hans, ajeno a todo, irrumpió en el comedor con una cafetera en las manos. La dejó apresuradamente en la mesa y fue corriendo a auxiliar a su señor.

- ¿Qué le ha ocurrido, señor, qué le han hecho estas arpías? – preguntó el criado.
- Nosotras no le hemos hecho nada todavía, Hans – le replicó Jacqueline Cuaresma, recalcando mucho el nombre del criado.

Se produjo una leve batalla de miradas entre el criado y la funcionaria, no duró más de tres segundos, sin embargo sirvió para percatarse ambos de que no se soportaban el uno al otro:

- Prefiero que me lo diga mi señor – contestó Hans.
- Nada, Hans, nada. He tenido un pequeño bajón… de azúcar, posiblemente. No es nada. Además, estas señoras me han atendido. No les reproches nada y sírvenos el café. Tú puedes tomar lo que quieras, pero vete de aquí. Sal del comedor.

Hans le hizo caso y, mientras John se incorporaba y se lavaba la cara, la nuca y las manos, sirvió el café y desapareció. Cuando John comprobó que se cerraba la puerta volvió a la carga:

- ¿Qué han dicho mientras estaba inconsciente, señoras? – preguntó.
- ¿Nosotras? Hemos lanzado un leve chillido histérico porque podría haberse partido el cuello con el suelo. Debería usted haberse visto caer. No ha sido una experiencia muy agradable – contestó Jacqueline Cuaresma con una sonrisa entre los dientes.
- ¿Qué no es muy agradable? ¿Y qué significa eso de que Mary ha estado presa durante estos últimos años? ¿Eso sí que es agradable?
-Tranquilícese, señor Heath. Al parecer, su esposa era una revolucionaria activa que trabajaba sobre todo en el norte del país preparando y hurtando cartuchos de pólvora para combatir a las fuerzas armadas y políticas del Gobierno, ya que formaba parte de un grupo clandestino de guerrilleros y guerrilleras que se oponían al sistema político actual de nuestro país, como le he comentado antes de su desmayo – bebió otro sorbo de su taza – La interceptamos durante uno de los golpes que pretendían pegar en la frontera con Alemania, justamente al norte de la ciudad de Lille. Allí le requisamos diferentes armas de fuego y una multitud de panfletos políticos escritos por ellos mismos en los que acusaba al Gobierno de mil y una mentiras. Eso ocurrió el 9 de septiembre de 1857. Hace exactamente dos años, dos meses y veinte días.
- ¡¿Y por qué nunca se me informó del asunto?! – gritó furioso.
- ¡Baje el tono inmediatamente! Señor Heath, aquí las preguntas las hago yo. Como no se limite a contestarlas me voy a ver obligada a detenerle.

John se calló y la miró fijamente a los ojos.

- Aunque me mire a los ojos con ese tono desafiante, le aseguro que no tiene nada qué hacer. Sólo puede hacer, en las condiciones en las que se encuentra, caso a las órdenes que reciba de mí o de algún superior. Y punto redondo. ¿Ha comprendido?
- He comprendido – dijo en tono bajo John.
-Muy bien. Pues mire, gracias al Juez nº 22 va a poder disfrutar de la presencia de su amada esposa durante dos días enteros. Supongo que le importará saber el por qué de la noticia. Se lo expongo a continuación:
“Parece ser que ser aproxima un golpe de estado por parte de la guerrilla, se ha hecho más fuerte en estos dos últimos años y estamos buscando al cabecilla de los revolucionarios, un tal François Medelim. Si se entera de que su mujer todavía vive van a hacer lo posible para sacarla de la prisión donde se encuentra. De manera que el Juez nº 22 ha pensado que si le ven a usted pasear con ella por algún lugar público, la guerrilla se enterará y pondrá un dispositivo en marcha. Es ese dispositivo precisamente el que queremos desarticular. Y usted va a ser el cebo – hizo una pausa para beber y prosiguió – No puede decir que no, de lo contrario se le acusará de pertenecer al grupo revolucionario y posiblemente sea decapitado en alguna plaza pública. Usted elije. Le quedan las opciones siguientes: seguir escribiendo aquí teorías con una brizna de intentos poéticos mal estructurados, o puede perder la cabeza – le pegó otro sorbo y concluyó – Usted mismo. Buenos días, y alegre esa cara, que a su mujer ya no la salva nadie.”
No hizo falta que nadie les abriera la puerta. Se fueron ellas solas por el mismo camino que habían venido. Cerraron suavemente la puerta y desaparecieron. John se quedó con las manos apoyada en la frente y mirando el mantel verde de la mesa. Estuvo un rato largo en esta postura. El café se enfrió. Entró entonces Hans:

- Tiene usted mal aspecto, señor. ¿Qué le han dicho esas mujeres de moral distraída?

John no contestó. Se limitó a pestañear dos veces y a encerrarse en su habitación. Cogió la pluma y escribió:

“Ganas de matar. Ganas de matar.
Ganas de matarlas. A él también.
Ganas de matar. Ganas de matar…”

Apartó la vista de su libreta y gritó:

- ¡Hans! ¡Ven aquí! – Hans tardó muy poco en aparecer por la puerta.
- ¿Qué desea, señor? – preguntó.
- ¿Han vuelto la cabra y la paloma ya?
- La paloma ha regresado a su hora sin ningún mensaje. Respecto a la cabra, señor… no sé nada. Se habrá entretenido. ¿Quiere que vaya a buscarla?
- No, me hago cargo – y dicho esto se levantó, cogió la chaqueta y se fue tras la puerta.

El ambiente en la calle era húmedo y frío. Serían las siete de la tarde. Empezaba a anochecer. John se fue hasta una duna rodeada de encinas y de robles, cercana respecto donde solía ir la cabra a comer. Allí estaba ella. Cuando notó la presencia de John, levantó la cabeza y fue hacia él. Le acarició las orejas y el cuello. La cabra emitió un sonido de bienestar. John emprendió el camino de vuelta por el mismo sitio que había venido. Junto a la sombra de un olivo de enormes proporciones, reposaba un hombre junto a dos caballos. Le extrañó no haberle visto a la ida y se detuvo a preguntar, ya que en aquella zona no vivía nadie por lo menos en diez kilómetros a la redonda.

- Buenas noches, señor – empezó la conversación John.
- ¿Qué hay, jefe? – respondió desinteresadamente.

John le observó detenidamente y a pesar de la oscuridad producida por la nocturnidad y la falta de luna, pudo ver que vestía harapos, no llevaba calzado e iba sin afeitar.

- ¿No tiene usted donde pasar la noche? – preguntó fraternalmente John.
- Todo lo contrario, estoy aquí de muerte – respondió el hombre.
- ¿Y esos dos caballos? – curioseó.
- Esos dos caballos... ¿qué les pasa?
- ¿Para qué los quiere, si no llevan silla ni… – John rodeó con la vista el suelo de alrededor – nada que transportar?
- Aunque no lleven silla se pueden montar: son mansos. Si los quiere utilizar y que yo le haga de guía me tiene que dar dos francos. Le llevaré hasta Mary – esta respuesta fue como un puñetazo en la nuca de John.
- ¿Qué ha dicho? ¿De qué conoce a Mary?
- ¿Yo? De nada. A mí me han dicho que un tipo como usted se pasaría por aquí y que le transportara hasta Sacalmville. Me dijeron que podrían pasar dos minutos o dos meses, y como yo no estoy muy acostumbrado a la alimentación pues tampoco voy a moverme de aquí, ni a protestar.
- ¿Qué? ¿Quién le ha dado esas órdenes?
- Un sobre, en el que también había dinero. Pero le diré, por si me quiere usted atracar, que el dinero no lo llevo encima.
- ¿Tiene el sobre ahí?
- Tampoco.
- Pues vuelvo en seguida, espere aquí – ordenó.
- Aquí espero.

Dicho esto, John se apresuró y, guiando a la cabra hacia casa, se quedó pensando en las RCO.
“¿Por qué me habrán dado dos días de meditación si ya han puesto a un guía a mi disposición? ¿Será verdad todo eso que dicen?”

De repente, apareció Jacqueline Cuaresma delante de él y lo paró:

- Te has decidido pronto. Esa capacidad de voluntad de poder sólo la tienen los hombres que son capaces de amar de verdad – empezó a acercarse a John provocativamente – Y por lo que veo, tú debes ser uno de esos – le puso el dedo índice en el pecho. John se mantenía callado, no quería entablar conversación con aquella arpía, como la había llamado Hans – ¿Se te ha comido la lengua el gato, poeta? ¿Sabes lo que sé hacer yo con la lengua?
- No, y no me interesa. Ahora mismo sólo quiero ver a mi esposa, así que por favor apártese de mi camino que tengo prisa – y comenzó a caminar velozmente.
- Muy bien, John, me apartaré de este camino, pero no te garantizo apartarme de todos los caminos por los que vayas. Una última cosa: los animales se parecen a sus dueños y esa cabra tuya tiene unos cuernos muy largos – y riéndose malignamente se fue en dirección opuesta.

Intentado ignorarla, llegó a casa. Hans esperaba en la puerta, que se hizo cargo de la cabra. John fue a su estudio, abrió el tercer cajón de la mesa de roble, donde escribía, y sacó una bolsita cerrada con un hilo de palomar. Se fue otra vez de casa. Cuando llegó de nuevo al olivo gigante, el hombre seguía en la misma posición.

- ¿Qué? ¿Ya se ha decidido?
- Tenga – le dio las dos monedas – Ahora, lléveme de inmediato donde esté Mary.
- Pronto se decide usted, pero se ha de colocar esta venda en los ojos: no puede saber adónde le llevo, órdenes de arriba. Usted ya me entiende.
- ¿Cuál es su nombre?
- Etnorac. Sólo Etnorac.

A John le pareció un nombre curioso. Se puso la venda y una vez montados en los caballos, no se produjo ningún tipo de conversación entre Etnorac y John. En silencio, cabalgando al paso tranquilamente llegaron a las puertas de la prisión de Sacalmville, donde dos guardias las abrieron y condujeron a John dentro de la penitenciaría. Etnorac se quedó fuera, esperando. Uno de los guardias le quitó la venda. Frente a John, había un gran hombre vestido con una túnica roja y con una barba negra bastante descuidada.

- Bienvenido, señor Heath. Me puede llamar nº 22. Veo que ha aceptado la propuesta antes de lo burocráticamente esperado. Le comentaré las reglas que ha de seguir para que no le ocurra nada: primera, se la llevará esta mañana y la devolverá dentro de dos días exactamente. Segunda, si en el dispositivo, las RCO deciden detenerla no debe oponerse, así de paso no tiene que devolverla. Tercera, no debe tocar su piel bajo ningún concepto. Repito, bajo ningún concepto. No hay más reglas. ¿Ha entendido todo lo que le he dicho?
- Sí, señor.
- Muy bien. ¡Alguacil! – llegó un guardia vestido de igual manera que los de la puerta – ¿Ya está preparada física y mentalmente la reclusa número 1221?
- Sí, señor. La han lavado, vestido y le han puesto en conocimiento todas las pautas que debe seguir en su paseo.
- Tráigala aquí pues – el guardia se fue – Señor Heath, la señorita Mary está al corriente de todo lo que debe hacer y de todo lo que no debe hacer, así que si usted también lo tiene claro no tiene por qué suceder ningún contratiempo, ¿verdad?
- Verdad, señor.
- Bien. Si se portan ustedes de una manera correcta y adecuada según las indicaciones podrá visitarla una vez cada semana hasta que cumpla la condena.
- ¿Cuánto tiempo le queda de presidio?
- Eso, John, ni se lo he dicho ni se lo voy a decir – sonriendo añadió – Digamos que nunca podrán tener descendencia. Por cierto, ya hablaremos usted y yo del puente que no se me ha de caer encima para encontrarme de repente con la muerte.

La cara de John no podía entender tantas normas en tan poco tiempo, sólo quería verla cuanto antes, acariciarla, sentir su aroma, concienciarse de que estaba bien, que se acordaba de él, ponerle en conocimiento que él sí se había acordado de ella…

- Ah, otra cosa – dijo el nº 22 – se me olvidaba… Tienen reservaba una habitación en el motel Shirardon, en el centro de la ciudad. Quiero que duerman allí por las noches y que paseen durante el día por calles amplias. ¿Queda claro? – en ese momento apareció Mary, custodiada por el guardia de seguridad.

- ¡Mary! – gritó sin poder contenerse John.
-No se mueva de donde está, señor Heath – dejó caer el nº 22.

Mary no respondió. Se limitó a mantener la cabeza gacha y andar con pasos muy cortos. Una lágrima se despidió de la punta de su nariz y cayó al vacío mojando sutilmente el vestido que le habían puesto.

- ¡Mary! – repitió John.
- No grite, señor Heath. Recuerde que se encuentra en una institución pública – dijo el nº 22.

Cuando estuvieron uno al lado del otro, John la miraba a la cara y Mary miraba el suelo. El nº 22 empezó a dar unas últimas instrucciones:

- Recuerden señores. No se toquen y no intenten jugármela. Tenga – le dio a John una carta sellada con lacre – Esto es una carta escrita por mí personalmente para que les dejen entrar en la ciudad a estas horas – John se guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta – Si siguen todas nuestras instrucciones no tienen por qué sufrir ningún desagradable inconveniente. Queden con la República. Alguacil, acompañe a esta pareja hasta la salida y proporcióneles otro caballo para la señorita. Cuando lleguen a su destino que se los devuelvan a Etnorac.
– Sí, señor – dijo el guardia. Y dicho esto se fueron los tres, en medio el guardia, mientras John no quitaba el ojo de encima a Mary y Mary no dejaba de mirar el suelo, seguramente sin verlo.

Cuando estuvieron fuera se subieron a los caballos. Etnorac les dio las dos vendas, que se pusieron en los ojos como antes había hecho John. Pasaron dos horas en silencio hasta que el guía les dijo que ya se las podían quitar, devolverles los caballos y seguir ellos solos. Se despidieron con un simple ademán de mano y comenzaron a caminar hacia las puertas de la ciudad.

- ¿Qué te ha pasado, Mary? ¿Por qué no me miras a los ojos? – preguntó con tristeza contenida.

Mary sollozó un poco y se arrodilló sobre el frío césped que iban pisando. John se agachó junto a ella. Fue a cogerla por los hombros pero recordó las normas de no tocarla. Pensó un segundo después que ellos dijeron que no debía tocarle la piel así que la cogió con fuerza por los hombros:

- No me importa qué hayas hecho para estar allí, o qué te hayan hecho esos bárbaros mientras estabas allí. Lo que me importa de veras es saber que sigues viva.
- Quizá sería mejor morir y dejar toda esta farsa – dijo entre sollozos.
- No digas eso, ahora me tienes a mí. Otra vez me tienes aquí. No te pienso abandonar. Me han dicho que te voy a poder visitar una vez cada semana. Podré hacerte compañía, Mary.
- Eso ya lo sé, John. Pero no me compensa sufrir seis días a la semana para disfrutar uno sólo de ellos – Mary se distanció de John.
- ¿Estás segura? – preguntó él. Mary se quedó pensativa un momento, alzó la vista hasta mirarse en los ojos de John y dijo:
- ¡No! – y rompió a llorar. John le dio un fuerte abrazo – Todo es mentira John, todo. No he pertenecido jamás a ninguna organización terrorista. No existe el tal François Medelim. Todo es una prueba que nos están haciendo.
- Y… ¿para qué? – preguntó confuso.
- No lo sé – y siguió llorando, aún más fuertemente. John no acababa de entender lo que había oído. Se frotó los ojos y decidió vivir su sueño aunque sólo fuera por un instante. Miró a Mary, cómo había cambiado en tan solo dos años y medio. Acarició su pelo, su cara, sus hombros, su torso y la besó en la frente, en los ojos, en la nariz y en los labios. Estuvieron besándose un largo rato. Recordaron el amor que los unió por primera vez:
“Dos londinenses que se encuentran en un café de París. Todos los días, Mary tomaba una infusión de hierbas sentada en la misma mesa, sola. Él le escribía poesías mientras la observaba, sin necesidad de mirar la libreta. Desde que la vio por primera vez hasta que se decidió a hablar con ella pasaron dos semanas, eternas para él. Finalmente la abordó con una frase a la que recurría con facilidad en sus diálogos escritos:
- ¿Son suyas o se las han prestado? – le preguntó a Mary. Ésta se quedó un tanto desconcertada.
- Perdone, ¿a qué se refiere?
- A las alas. Es usted un ángel – y a partir de ese encuentro comenzó una corta aunque intensa historia de amor.”

El sonido violento de unas palmadas les devolvió a la realidad:

-Muy bien, John, Mary, muy bien. No lleváis ni diez minutos juntos y ya habéis incumplido una de las órdenes. ¡Guardias! – aparecieron cuatro guardias de la prisión de Sacalmville y los detuvieron – A esta fulana llévenla de nuevo a los calabozos. A él, devuélvanlo a su casa. Inconsciente – un puño metálico se abalanzó sobre su cara y perdió el conocimiento de nuevo. Escuchó las voces de la primera vez:

“No la necesitas a ella,
Para eso estamos nosotras.
Además, ¿de qué te sirve
el cuerpo de una amada
que no puede decir nada?
Pues la cabeza le falta.

Se despertó de sopetón, Hans le miraba fijamente y esparcía agua fría por su frente con una toalla.

-¡Hans! ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Mary? – preguntó mirando hacia los cuatro lados como si quisiera ver más allá de las paredes.
- ¿Mary? – Hans se sorprendió un tanto – Señor, ha sido una pesadilla. Tranquilícese.

John lo miró y decidió no seguir con ese tema.

- ¿Cómo he llegado hasta aquí?
- Le ha traído un campesino, un tal Etnorac. Ha dicho que le ha encontrado desmayado en el bosque, en la duna donde va la cabra a comer y que le ha traído hasta aquí porque, según decía, le conocía de vista, ¿es verdad?
- ¿Que si me conoce de vista? Pues supongo, Hans, supongo… Hazme un café, por favor.
-En seguida – y se fue a la cocina.

Se abrió la puerta y aparecieron las tres RCO con tanta rapidez que en menos de tres segundos ya se habían instalado en el comedor y Jacqueline Cuaresma, sentada a su lado, le dijo en tono muy bajo:

-Como no creo que a una cabeza recién cortada le crezcan cuernos de cabra, podríamos aprovechar ahora que no nos ve nadie y disfrutar de los placeres de la vida, ¿no crees? Y recuerda: si sigues vivo, es porque me encantas, cariño – dijo riéndose. Y se marcharon las tres con la misma rapidez con la que entraron. John estaba con los ojos muy abiertos cuando Hans regresó al comedor con las tazas y la cafetera. John no le dejó ni llegar a la mesa. Salió corriendo de la casa tal y como iba vestido.

-¡Señor, que se le olvida el café! ¡Señor, ¿adónde va ahora?!

John corrió y corrió, desorientado y embriagado por Dios sabía qué. Llegó hasta la duna sin encontrar a Etnorac. Dios varias vueltas desde la duna hasta su casa y desde su casa hasta la duna. Sin embargo, no lo encontró. Se tumbó en lo alto de la duna y por el agotamiento que llevaba en el cuerpo, se durmió.

“¿De veras quieres verla?”

Le despertó una lengua, que le recorría la cara. John dio un respingo y se reincorporó. Era su cabra la que le estaba lamiendo. Se tranquilizó un poco y empezó a acariciar a la bestia. Era de día, el sol estaba en lo alto del cielo. Su aspecto, paradójicamente, era desolador. Su ropa tenía arañazos, barro, césped, sangre… Su cara tenía el mismo aspecto que su ropa. Se enjuagó la boca con su propia saliva y se puso en pie. Dejó a la cabra pastando y se fue para casa. En el olivo gigante ya no estaba Etnorac. Llegó a casa. Hans le había hecho la comida y estaba en la mesa, esperando. No le dijo nada, esta vez fue John quien inició la conversación. Le contó todo. Hans se mantuvo callado desde el inicio hasta el final. Cuando John hubo acabado, Hans asintió con la cabeza y dijo:

- Esas arpías han estado aquí mientras usted estaba perdido y la señorita Cuaresma me ha dicho que si no accede a su propuesta lo lamentará usted.
-¿Cuándo han estado aquí?
-¿Hará un par de horas? La visita ha sido rápida. Han entrado sin hacer ruido, me han inmovilizado, me han dicho eso y se han ido.

John se quedó pensativo un momento y le dijo:

-Gracias por todo, Hans, de verdad. Ahora tienes que hacerte la maleta. Coge el burro y desaparece de aquí para siempre.
- Pero señor…
- Cállate y escucha: te daré dos cientos francos y saldrás de aquí. Te recomiendo que vayas a buscar trabajo a la capital, hay una gran demanda de criados. Te quiero fuera de esta casa en dos horas como tarde. Puede que las RCO regresen y para entonces quiero que ya te hayas marchado, ¿entendido?
- Sí, señor – respondió con resignación.
- ¿A qué esperas? – Hans se levantó y se fue a su habitación.

John aprovechó y se fue a la suya. Abrió la libreta. Estuvo un largo tiempo mirando la página en blanco. Finalmente se decidió a escribir:


<<>>

Hans irrumpió en la habitación, habiendo llamado previamente y le dijo a John:

- Me voy señor, espero que le vaya bien.
- Igualmente, Hans. Muchas gracias por todo el servicio prestado. Adiós.
- Adiós, señor – se quedó un momento inmóvil con la mirada fija en el suelo hasta que se decidió y se fue tras de sí dejando tres años de recuerdos más bien nostálgicos.

Nada más salir Hans de la casa, entró Jacqueline Cuaresma haciendo, como era habitual en ella, el menor ruido posible. Fue a la habitación de John y le puso la boca en la nuca. Mientras John se giraba dijo:

- ¿Aún sigues aquí, Hans? – cuando descubrió la figura de la arpía dio un salto y reculó – ¿Qué quieres? ¿Me vas a decapitar a mí también?
- Pues si no vamos a hacer cosas bonitas, me temo que sí – y enseñando una espada ligera prosiguió – Queda en tu elección y creo que no es la primera vez que te hago esta pregunta, chico. ¿Quieres perder la cabeza?
- Si es por ella, sí.

Jacqueline Cuaresma negó con la cabeza y en un movimiento rápido y fugaz le pegó fuertemente en la sien con la base de la espada, dejándolo inconsciente.

“Tú lo has querido y así ha sido.
Ahora sólo me queda decirte
que si la ves otra vez
no tendrás que cumplir ninguna ley.
Esta vez ya está todo dicho.”

John abrió los ojos. Estaba sobre el suelo de un habitáculo oscuro y sucio. Olía a heces por todas partes y, sin embargo, notaba un aroma que le suscitaba en la cabeza. Cuando sus pupilas se dilataron lo suficiente pudo distinguir una sombra a su lado. La empezó a tocar con las manos para asegurarse de que no era producto de su imaginación.

-¿Mary? ¿Eres tú, cariño? – balbuceó con una voz que desconocía, sin embargo era la suya – Contesta, por favor, contesta.

La sombra empezó a despertarse muy pausadamente.

- ¡Mary! ¡Despierta, despierta! – le gritó. Se percató John de una brecha que tenía Mary en la frente – ¿Qué te han hecho esos canallas?

Mary se le quedó mirando un momento y murmuró algo ininteligible que John no pudo comprender. Sin embargo, la abrazó muy fuerte hasta que una voz desde fuera de la celda le dijo a John:

- Señor Heath, es usted desde ahora el preso nº 1331. Me tiene que acompañar a la sala del “Olvido”. En seguida estará aquí de vuelta – el guardia, al que no se le veía la cara por la ausencia de la luz en aquel lúgubre escenario, abrió la puerta – salga inmediatamente de la celda.

John se lo pensó un momento. No pudo salir por su voluntad. De inmediato aparecieron otros dos guardias que lo cogieron de los brazos, le pusieron una bolsa de cuero negro en la cabeza y lo llevaron a la fuerza hasta una sala en la que había tanta luz que molestaba las retinas de los ojos de John. Estaba sentado e inmovilizado por correas de seguridad. Se abrió una puerta que quedaba a su izquierda. Entró un hombre vestido de marrón oscuro, con una bata y un maletín. Dejó el maletín en una mesa, lo abrió, sacó una especie de cuchillo diminuto y lo apartó. Se quitó la máscara que llevaba. Era el Juez nº 22, Monsieur Lebeau.

- Buenos días, señor Heath.
- Mal nacido – pudo articular a pesar de lo drogado que estaba.
- Le di una oportunidad para que siguieras con tu trabajo sin molestar a nadie. Incluso te sugerí temáticas novedosas como la invención esa de la guerrilla terrorista. He de admitir que Mary se comportó muy bien y que por eso quizá conserve la vida, mas no la cabeza.
- ¿Que me diste una oportunidad? – John no podía creerlo.
- Mire señor Heath, Mary ha estado prisionera para que usted puediera seguir escribiendo poesía, ¿no es cierto que algunos poetas, como es su caso, escriben mucho mejor si no tienen a su musa de inspiración cerca, incluso escriben mejor si no saben dónde está? – sin dejarle contestar siguió - Al parecer, su esposa era lo único que le inspiraba, y de forma más bien dudosa, por cierto. Sus versos no fueron lo mismo desde que se casó con ella. De manera que pensamos que si ella desaparecía para siempre usted escribiría sobre otros temas, de mayor interés general, obviamente. Han pasado ya tres años, como usted muy bien sabe, y no hemos notado ninguna mejora en su escritura. Por eso que la secuestrásemos. Como no ha sido capaz de escribir nada mejor que lo que le escribió por primera vez a Mary, me veo en la obligación, no –rectificó- tengo el deber moral de pagarle con la misma moneda con la que hemos pagado a su amada. Así, al menos, permanecerán juntos. No me dé las gracias, estaba todo premeditado – cogió una ampolla de cristal y derramó un poco de líquido sobre una toalla.
- Las nubes ocultaron el cielo, la noche ofuscó la luz del Sol, y el Tiempo perdió el candado. Por más que buscó y lloró no logró encontrar el crepúsculo dorado. Al fin se hizo la inmensa oscuridad. Mi alma voló por la libertad, cruzó los bosques y llegó al mar. La dulce llave que robó su amor, al fin y al menos se desintegro. Ya sentía la luz en su interior y pudo observar el amanecer sin temor.
- Sigue igual, señor Heath. ¿No sabe que es precisamente por esa obsesión suya por la que se encuentra en esta terrible situación?
- …y pudo observar el amanecer sin temor – repetía para sí mismo.
- Bueno, ya veo que no me escucha. Dulces sueños, señor Heath, espero que en el infierno componga mejores rimas que las que ha creado aquí – le puso la toalla en la cara a John y perdió el conocimiento. Esta vez John no soñó con ninguna voz.
Y así, los dos enamorados, en un intento vano de huir de las zarpas del sistema omnipotente y omnipresente, siguieron juntos por el resto de los días. Pero ya no se acariciaban ni se besaban, ni siquiera se miraban, pues no sabían cómo hacerlo. Poco o nada les importó esto durante sus últimas lunas, porque a pesar de que en la celda nunca tuvieron conciencia de quien era el otro, todas las noches se abrazaban fuertemente imbuidos por un instinto animal que nadie fue capaz de erradicar y que se basaba en el principio básico de la búsqueda de calor humano. Respecto a la cabra, seguía en la duna a la espera de algo que lo sacara de allí, de igual manera que su dueño se encontraba en la prisión, sin esperanza alguna."

lunes, 7 de abril de 2008

Mazarino también lo tenía

burren modo "DCD"

Debido a la enorme repercusión que mis relatos están ocasionando a mis dos amigos y a todos los ciudadanos peruanos de Lambayeque, la siguiente entrega tratará un hecho real con nombres totalmente existentes, aunque me invente la mayoría de las cosas. Hela aquí:

"-¿Con patatas o sin patatas? – pregunté mecánicamente como a cada cliente.
-No, sólo el bocadillo. Bebida tampoco. Bueno… va, sí: coca-cola – me respondió el primer cliente del día.

Apenas hacía cinco minutos que habíamos abierto la encargada, Quini, y yo y, además, era domingo. Sin embargo el cliente tempranero parecía que todavía estaba de fiesta. Dos amigos suyos le esperaban fuera. Uno de ellos adelantó un pie, se abrió la puerta automática automáticamente y le gritó a su colega:

-¡Va!
-¡Ya voy, hombre, ya voy! – le contestó.
-Serán cinco euros con cincuenta – le dije rápidamente.
-Ten – me dio un billete de diez. Le di el cambió y las gracias y se fue. Lo primero que hicieron sus amigos fue robarle un bocado.

Estuvimos hasta las doce del mediodía sin hacer nada: tres horas sin hacer nada. Bueno, ayudé a una viejecita muy coqueta que me preguntó por la calle Cirilo Amorós y atendí a un conductor de autobuses que se pidió un menú completo a las doce en punto. Éste último cogió el periódico €MV (€stupefacientes Malignos Valencianos) y se fue a una mesa, apartado de la barra. Cuando se sentó, entró en el bar una familia de católicos mochileros compuesta por: la abuela materna, la madre (embarazada), el padre y cinco nanos. El mayor tendría unos ocho años. El pequeño, aún bebé, iba en brazos de la abuela. El padre conducía el rebaño. Vino Quini. Me dijo que lo sentía pero que se tenía que ir corriendo por una urgencia familiar. Atendí con mi mejor sonrisa:

-Hola, ¿qué desean?
-¡A ver, silencio niños! ¡Quien no guarde cinco minutos de silencio es un pituétano! – al decir esto todos los niños hincharon sus bocas de aire en señal de que no podrían hablar, excepto el bebé, que ni se inmutó y el pequeño, que miró extrañado a la madre y le preguntó:
-¿Qué es un pituétano?
-Una palabra horrible, Juan – le contestó la madre mientras le negaba con la cabeza. Se giró hacia el padre - ¿Ves como luego repiten los insultos, Mateo?
-Si pituétano… bueno que la chica esta nos está atendiendo – refiriéndose a mí – Buenos días, mire pónganos siete bocadillos de jamón, lechuga y queso, por favor.
-¿Con patatas?
-No, gracias.
-¿Qué van a beber? – pregunté.
-Agua.
-Muy bien, ¿algo más?
-Nada más.
-Serán treinta y cuatro euros – me dio uno de cincuenta. Se acomodaron cerca de la barra. Les serví la comida y me dieron las gracias.

En ese momento entró un hombre de unos cincuenta años, tez curtida, pelo canoso, normal de estatura, ni gordo ni flaco. Su mirada parecía perdida y hablaba consigo mismo, a voces y con palabras realmente malsonantes. Nada de pituétanos, rayos o centellas. Mientras se dirigía hacía la barra a paso normal decía casi desgarrándose las cuerdas vocales:

-¡Qué asco de sitios nuevos llenos de mierda, joder! – el conductor se sobresaltó y se le cayó el periódico. Miró al perturbado en cuestión, que pasó por enfrente de la familia católica. Éstos lo miraron muy quietos, menos la abuela, que seguía comiendo como si nada. El perturbado estaba llegando a la barra. Me miró y luego miró hacia el suelo – ¡Encima al subnormal se le cae el periódico de mierda! ¡¿En qué puto país vivimos joder cuántos hijos puede parir una zorra, qué cerdos de mierda?!
La madre de la familia le dijo a su marido en voz baja muy disgustada:

-Dios mío, eso es un demonio – y le ordenó a los niños que rápidamente se taparan los oídos.

Los padres guardaron silencio sosteniendo las orejas de sus hijos bien herméticas, que no se colara ni un solo ataque sonoro.

-Hola buenos días, ¿qué desea tomar? – le pregunté algo asustada. Entraron dos chicas y un chico jóvenes y muy guapos todos. El "pertur" me contestó:
-¿Hola buenos días qué desea tomar? ¡Una mierda de coca-cola de mierda joder y otro asqueroso y endiablado periódico de los cojones! – él mismo lo cogió a su gusto, el ADN (Asociación Dignificante Necrófaga).
-Uno cincuenta – dije.
-Uno cincuenta, uno cincuenta… ¡Toma la puta mierda del dinero joder, que la sociedad ya le chupa tanto el culo al puto dinero de mierda! ¡Uno cincuenta de mierda! – los jóvenes llegaron a la barra, que habían oído los gritos y lo miraban con una mezcla de jocosidad e intriga.
-¿Quiere algo más? – le pregunté.
-No – contestó – Bueno sí: ¡Cagarme en Dios y en la puta virgen y los santos y todo el aparato de mierda cristiano que me tienen hasta los cojones con toda la mierda!

Miré a los jóvenes, me devolvieron la mirada consolándome repentinamente. Tampoco lo podían creer pero ahí estábamos, atónitos. Los niños seguían con los oídos tapados sin poder comer, y miraban sus bocadillos con una mueca de tristeza contenida. El "pertur" se sentó en una mesa al lado de la barra y al mismo tiempo que leía el periódico, lo comentaba con su gran técnica comunicativa:

-¡Mierda de ciudad de la puta Rita y el gilipollas del Zapater subnormal…
-¿Qué desean? – les pregunté a los jóvenes.
-Un zumo de naranja – me respondió el chico.
-… del país de mierda, que va de comunista…
- ¿Vosotras? – les pregunté a ellas.
- Nada, gracias – respondió la de la derecha.
- No, nada – la de la izquierda – Gracias.
-… va de comunista y no llega ni a subnormal! ¡Que yo soy de Barcelona, joder! ¡Y mi padre un puto fascista asesino hijo de puta! ¡Que me saco la licencia de armas y vuelvo aquí!
-Dios mío de mi vida – murmuró la madre.

La abuela ya había acabado su bocadillo y se ocupaba por partir trocitos de bocadillo e ir metiéndoselos en las bocas a sus nietos, para que poco a poco fueran comiendo.

-Será uno con cuarenta – le dije sirviéndole el vaso. Me dio el dinero, cogió el vaso y se fueron hacia atrás, hasta el conductor. Cuando pasaron por delante de "pertur", dijo:
-Las jóvenes de hoy en día que también van de comunistas y luego son todas unas guarras! ¡Guarras! ¡Y el puerco también ese de mierda, joder!

Los chicos se sentaron, se bebieron el zumo rápidamente y se fueron. "Pertur" no paraba de gritar y me estaba empezando a no importar lo nerviosa que me encontraba. Me armé de valor y le dije muy tranquilamente mirándole fijamente a los ojos:

-Como vuelvas a abrir la boca te reviento la cabeza a hostias, cabrón.

Silencio sepulcral. Todos los que estaban en el bar se giraron hacia mí mirándome con la boca un poco abierta.

-Será zorra la tía esta que cree que puede darme órdenes… - su tono bajó considerablemente pero le interrumpí:

-Bébete la coca-cola y desaparece, es la última vez que te lo digo grandísimo hijo de la gran puta.

Otra vez silencio. Se levantó, pasó sus dedos pulgar e índice por los labios en señal de que se callaría y, mirando fijamente el suelo, echó a caminar. Cuando estaba a la altura del conductor, que fumaba un cigarro contemplando el espectáculo, le grité:

-¡Eh! ¡Tú! ¡La bandeja se recoge!

Se quedó quieto cuatro segundos, dio media vuelta, recogió la bandeja y se dirigió a la salida de nuevo. Cuando se abrió la puerta, se giró y me dijo con voz calmada:
-Hueles mal, dependienta hija de puta – hice ademán de ir a por él pero se percató y salió corriendo mientras gritaba.

Esta anécdota me sucedió hace cuatro años, en dos mil ocho. Más tarde me enteré por la tele de que lo que ocurría y sigue ocurriendo a ese hombre era un trastorno neurológico llamado ST (Síndrome de Tourette) que consiste en tics nerviosos involuntarios que a veces actúan sobre las cuerdas vocales.


Pero la anécdota no es ésta. La anécdota es que el señor que un día entró en "mi" bar insultando a todo el mundo se llama Aurelio Pardo Ratón y es el actual gobernador de la generalitat valenciana. No me pierdo ninguno de sus mítines."